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HASTA EL 2 DE FEBRERO PODEMOS GANAR LA INDULGENCIA PLENARIA POR EL ACONTECIMIENTO DE LA NAVIDAD DE SAN FRANCISCO EN GRECCIO
IGLESIAS QUE SE PUEDEN VISITAR:
Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo Francisco tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo. Así comienza el relato que nos cuenta lo que sucedió hace ya 800 años…
El pesebre es desde su origen franciscano una invitación a “sentir”, a “tocar” la pobreza que el Hijo de Dios eligió para sí mismo en su encarnación. (Admirabile signum 3).
La Encarnación en Greccio nos invita a recuperar la conciencia de que «somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás» (Evangelii gaudium 264).
Greccio es una llamada a encontrarlo y servirlo con misericordia en los hermanos y hermanas más necesitados» (Admirabile signum 3).
“El Hijo de Dios como niño, como un verdadero hijo de hombre, es lo que conmovió
profundamente el corazón del Santo de Asís, transformando la fe en amor”
profundamente el corazón del Santo de Asís, transformando la fe en amor”
Quien no acoge a Jesús con corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos; esto es lo que san Francisco quiso recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos, hasta hoy
Invocación a la Sagrada Familia y a San Francisco de Asís
Oh Buen Jesús, contemplando este Nacimiento/Belén, te pido la gracia del perdón de mis pecados. Tú eres el sol que nace de lo alto, hecho carne para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Tú pusiste tu morada entre nosotros y nos amaste hasta dar la vida por nosotros. No viniste a condenar al mundo sino a salvarlo. Dame la gracia del arrepentimiento sincero y la humildad de reconocer mi fragilidad. Dame fe en tu misericordia y renueva en mí el gozo de tu salvación.
María, Madre de Jesús y Madre de la Iglesia, enséñanos la alegría de los humildes y de los que creen en las promesas del Señor. Ayúdanos a proclamar la grandeza del Dios que acompaña y salva a nuestra sufriente humanidad. Tú eres la aurora de una nueva creación. Tú eres Virgen hecha Iglesia, eres Madre de gracia y de misericordia. Escucha nuestra súplica con la ternura de tu corazón inmaculado.
San José, siervo justo y fiel del Señor. Tú eres custodio santo y generoso. No apartes tus cuidados de nosotros, peregrinos extraviados en busca de la patria verdadera. Protege a la Iglesia de las insidias del maligno y enséñanos a confiar en Aquél que entregó a su único Hijo para rescatarnos del pecado, del mal y de la muerte.
San Francisco de Asís, tú que tanto amaste al Cristo pobre y humilde que quisiste revivir en Greccio, con fe y devoción, la noche de su nacimiento en Belén, intercede por nosotros para que podamos contemplar con un corazón limpio la belleza de la encarnación del Hijo de Dios y la bondad de su mirada que nos llama a una vida nueva. Amén.
Con el pesebre preparado por san Francisco, recordamos que la Navidad, la alegrísima “fiesta de las fiestas”, es certeza del presente, celebración simultánea de la vida y gratitud que se abre y experimenta la verdadera esperanza.
800 ANIVERSARIO
DE LA NAVIDAD DE FRANCISCO
EN GRECCIO
1223-2023
A los hermanos y hermanas de la Familia Franciscana
Hace algunas semanas se anunció el gran don que el Santo Padre ha querido concedernos con ocasión del 800 aniversario de la Navidad en Greccio mediante el don de la Indulgencia. Nos apresuramos a transmitirla inmediatamente, para que cada realidad pudiera tomarla en consideración y encontrar la mejor manera de valorizarla para nosotros y para los fieles que frecuentan nuestras iglesias.
Más recientemente, el 14 de noviembre de 2023, llegó el Decreto oficial de la Penitenciaría Apostólica (adjunto), cuyo contenido ya había sido anticipado en sus rasgos esenciales y transmitido a todos ustedes en muchas lenguas. Destacamos aquí sólo dos aspectos: se especifica que es posible recibir el don de la Indulgencia visitando como peregrinos cualquier Iglesia franciscana del mundo; y se recuerdan las condiciones habituales (Confesión Sacramental, Comunión Eucarística y oración según las intenciones del Sumo Pontífice) y se especifica también que es necesario participar devotamente en los ritos jubilares, o al menos estar ante el Pesebre allí preparado, dedicando un tiempo adecuado a la meditación piadosa, concluyendo con el Pater Noster, el Símbolo de la Fe y las invocaciones a la Sagrada Familia de Jesús, María, José y San Francisco de Asís.
Adjunto Decreto apostólico:
EL SOL SALE SOBRE ASÍS
Fray Eloi Leclerc Ofm.
Hasta el fin de su vida, Francisco se esmeró en desear por encima de todo el Espíritu del Señor. Y el Espíritu no dejo de conducirlo por un camino de desasimiento de sí cada vez mas profundo. Pero este despojo íntimo, que lejos de empobrecer su verdadera personalidad, fue creando en él un espacio de acogida cada vez mayor. Era una especie de capacidad creciente de comunión y fraternidad. Al no tener nada para sí, se hacía presente a toda criatura. Su pobreza era su riqueza. Era la llave del reino. En el Espíritu de dulzura, Francisco nacía a la vez a Dios, al mundo y a sí mismo.
La mejor forma de comprender esta andadura consiste en evocar el suceso que iluminó sus últimos años. Más que un simple episodio maravilloso en su vida, la Navidad que celebró tres años antes de su muerte, en medio de las pobres gentes de la montaña, fue una experiencia mística, un nuevo nacimiento. Su primer biógrafo no se equivocó a este respecto. Esa noche -escribió-, Francisco devino “niño con el Niño” (1 Celano, 35). El Espíritu del Señor renovaba con él su “advenimiento de la dulzura” en el corazón del rudo invierno de la naturaleza y de los hombres.
Estamos a finales del año 1223, en una pequeña aldea de montaña que domina el
valle de Rieti, en el centro de Italia. Esta aldea se llama Greccio. Para sus habitantes, parece que el año va a terminar como todos los demás: en medio del frío, el aislamiento y la pobreza. Han caído las primeras nieves, y la aldea ha adquirido un aspecto invernal.
valle de Rieti, en el centro de Italia. Esta aldea se llama Greccio. Para sus habitantes, parece que el año va a terminar como todos los demás: en medio del frío, el aislamiento y la pobreza. Han caído las primeras nieves, y la aldea ha adquirido un aspecto invernal.
Las pequeñas casas se acurrucan bajo su capa blanca. Las actividades exteriores son cada vez más escasas. Las mujeres hilan la lana dentro de las casas. Los hombres cortan y parten la madera… Y cuando llega la tarde, reunidos todos ante el hogar, miran en silencio el fuego que chisporrotea y hace soñar. Esperan. ¿Qué esperan? ¿La vuelta de días mejores, de la primavera, del sol? Sin duda, pero más todavía un poco de calor humano, un poco de amistad y alegría. Sueñan con un soplo de inocencia y ternura. Pero, ¿Quién les dará ese instante de felicidad verdadera?
En toda la cristiandad, a través de la liturgia de adviento, se eleva de nuevo la voz suplicante del profeta, la gran súplica que llega del fondo de los siglos: «¡Ah, si rompieses los cielos y descendieses…!» (Is 63,19). «Destilad, cielos, como rocío de lo alto, derramad, nubes, la victoria» (Is 45,8). Y ésta es la respuesta de lo alto, radiante de esperanza: «Consolad, consolad a mi pueblo -dice vuestro Dios-. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia…» (Is 40,1-2).
Pero en Greccio no hay nadie que hable al corazón de las pobres gentes. Las pesadas nubes descienden sobre la montaña, y caen copos de nieve; el cielo no se abre, y el Justo no desciende.
Por la mañana no se ve llegar a nadie sobre la nieve intacta. Y por la tarde tampoco, cuando las laderas blancas y desoladas se tiñen de malva al paso de la noche. Nadie. Es la gran soledad del invierno. ¡Ah, las largas noches de invierno en la montaña…! No se oye más que el gemido de los árboles bajo el peso de la nieve y el soplo del viento en el bosque cercano. Y a veces también el aullido de los lobos. Tierra apagada, tierra que alberga un largo deseo, esperando un poco de amor: «¿Cuándo verás alborear la aurora divina?». Sin embargo, los habitantes de esta pequeña aldea saben que en todo el país se habla mucho de un hombre llamado Francisco. Lo llaman también «el Pobre de Asís». Su fama de santidad es grande. Hijo de un rico comerciante de telas, se ha convertido al Evangelio después de una juventud un tanto alocada y disipada. Ha renunciado al dinero, a los honores, al poder y a la violencia. Se ha hecho pobre por amor a Cristo y para ser el hermano de todos.
Se le han unido muchos jóvenes, primero por decenas, después a cientos. Ahora son miles y proceden de todos los estratos y situaciones sociales. Francisco les enseña a vivir según el santo Evangelio, inculcándoles la fraternidad entre ellos y con todos los hombres y revelándoles el verdadero rostro de Dios, que no es el Dios de los señoríos de la Iglesia, ni de las cruzadas, ni del dinero, sino el Dios de los pequeños, que adviene en la dulzura y la mansedumbre. «¡Fijáos en la humildad de Dios!», suele decirles, a la vez que les muestra el ejemplo de Cristo humilde y pobre.
Ahora bien, en este mes de diciembre de 1223, cercana ya la Navidad, al hermano Francisco le embarga un gran deseo, y se lo comunica a sus hermanos: «Deseo hacer memoria del divino niño que nació en Belén y de las incomodidades que sufrió al ser reclinado en un pesebre y puesto sobre húmeda paja junto a un buey y un asno; quisiera hacerme de ello cargo de una manera palpable y como si lo presenciara con mis propios ojos» (1C, 84).
En aquel tiempo no existían los «nacimientos» ni, muchos menos, los belenes vivientes. La idea, totalmente nueva y verdaderamente ingenua, había brotado de pronto en el corazón de Francisco como una chispa de amor. Era una idea en verdad extraordinaria, como que sólo los poetas pueden concebirlas. Los poetas nos devuelven los ojos de la infancia y nos permiten reencontrar los secretos perdidos. Un buey y un asno en la sombra de un establo…, y la Navidad es recuperada en todo su realismo y ternura.
«Ver» y «hacer ver» al Hijo altísimo de Dios, naciendo al mundo en la humildad y la pobreza de un pesebre entre animales: nada era más importante para el futuro del mundo. En una sociedad de mercaderes, en la que el dinero era el rey, ¿qué podía haber más útil que hacer brillar la gratuidad de Dios? En un mundo de clérigos ávidos de honores y poder, ¿qué más saludable que recordar la humildad de Dios? En un tiempo de violencia, de cruzadas y guerras santas, ¿qué cosa más urgente y necesaria que hacer ver la dulzura y mansedumbre de Dios?
No se trataba, evidentemente, de una mera idea conmovedora ni de un arrebato de sentimentalismo.
Era toda la vida ardiente de Francisco, todo su ser, toda su búsqueda de Dios, lo que se expresaba en ese deseo de ver al Niño divino en la desnudez del pesebre. «Reinventar» la Navidad, reencontrar la humanidad y la ternura de Dios, es lo que Francisco quería para sí, para sus hermanos y para el mundo entero, al imaginar el belén viviente. Miraba lejos, muy lejos. Y del modo más sencillo del mundo. Fuera de los caminos trillados, él encontraba la fuente escondida de la ternura y la fraternidad.
¿Y quién mejor que las gentes pobres de la montaña podría comprender y acoger este mensaje? Como en otro tiempo los pastores de Belén, ellos serían los primeros en escuchar la Buena Noticia. Sin dudarlo, Francisco decide realizar su belén en Greccio.
Para ello se apresura a confiar su proyecto a su amigo Juan Velita, quien, a pesar de su alto linaje y sus importantes cargos, es sumamente sencillo y cercano a los frailes. Francisco lo estima mucho. «Si deseas», le dice, «que celebremos en Greccio la próxima fiesta del natalicio divino, adelántate y prepara con diligencia lo que voy a indicarte.
Deseo hacer memoria de aquel divino niño…» (1C 84)
Juan, entregado por completo al proyecto de Francisco y dichoso por la confianza de que el Poverello le da muestras, se apresura a acudir a la humilde aldea de la montaña. ¡Qué alegría entre los habitantes de Greccio, y qué orgullo, cuando se enteran de que el hermano Francisco, de quien todo el mundo habla con veneración, ha elegido su aldea para celebrar la inminente fiesta de la Navidad! ¡Y qué sorpresa y qué asombro cuando Juan les hace saber que el hermano Francisco quiere que se le prepare un establo exactamente igual al de Belén, con un pesebre provisto de heno y con un asno y un buey!
De pronto, toda la aldea despierta de su letargo. Todos quieren ayudar a Juan a preparar la fiesta. Se escoge como lugar una gruta bastante profunda, en la ladera de la montaña, donde instalan un pesebre lleno de heno y llevan un asno y un buey. En suma, todo está listo cuando, al atardecer del 24 de diciembre, llega el hermano Francisco con algunos de sus frailes. Ha llegado la noche bendita en la que toda la cristiandad celebra el nacimiento del Salvador. Las gentes de Greccio y de los alrededores acuden en gran número con antorchas y lámparas encendidas. En los bosques resuenan sus cánticos. Es una noche extraordinaria, iluminada por centenares de luces que llenan la gruta y sus inmediaciones. Una «noche placentera tanto para los hombres como para los animales», refiere Tomás de Celano (1C 85).
Francisco «contempla extático el pesebre… rebosante de ternura y nadando en mar de celestiales goces» (ibidem). En verdad, aquella noche experimentó un largo éxtasis, fija su mirada en el pesebre, como si en él viese al Niño divino acostado sobre el heno, entre los animales. Era indudable que su espíritu se encontraba en el mismísimo Belén.
Pero ¿Qué veía el Poverello en aquella noche de Navidad? No era sólo una escena enternecedora. Francisco estaba contemplando el misterio de la Navidad en toda su profundidad. Si había querido aquel pesebre, no era para procurarse una representación meramente emotiva. Su mirada iba mucho más lejos: veía toda la creación con Dios en un misterio profundo. Todo cuanto existía, todo cuanto vivía, había sido querido para aquel instante único, para aquella comunión con la vida divina en el Niño-Dios.
No había, pues, que buscar la vida divina fuera de las fragilidades de la vida humana y sus oscuras raíces, fuera de la creación material. Todo se encontraba en el Niño-Dios. Y lo que estaba oculto se hacía visible. El sentido del mundo se hacía patente. La unidad de la creación se revelaba abiertamente. Era una epifanía de luz. No era posible acoger la vida divina sin respetar toda vida: la vida humana, desde luego, pero también las formas de vida más humildes. No era posible comulgar en la vida divina sin fraternizar con toda vida, con toda criatura. Con toda la creación.
Y el camino de esta comunión y de esta fraternidad era la humildad del pesebre: esa humildad original que nos acerca a las criaturas más humildes; esa cercanía y esa dulzura que nos hacen retornar al amplio círculo de la creación. Éste había sido el mensaje de los ángeles a los pastores en la noche de Navidad: «Hoy os ha nacido un Salvador… y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Toda la creación, con sus más humildes criaturas, se había convertido en la «cuna divina». Sólo era posible acercarse al Niño, encontrarlo, entrando en el pesebre, acercándose a las criaturas más humildes. Y en la noche de Navidad, en la que Dios mismo venía a nosotros en la humildad de un establo, era preciso manifestar un infinito respeto y una gran ternura hacia toda vida, por humilde que fuese. Francisco quería que aquel día no sólo los pobres y hambrientos fueran saciados por los ricos, sino que incluso se diese a los bueyes y a los asnos más pienso del acostumbrado (2C 200). Y no olvidaba ni siquiera de los pájaros: «Si hablase al emperador, le suplicaría dictara esta ley: que todos cuantos pudieren arrojasen por los caminos trigo y otros granos, para que en día de tanta solemnidad se refocilasen las avecillas, en especial las hermanas alondras» (ibidem).
Toda esta ternura desbordaba el corazón de Francisco, mientras contemplaba extasiado el pesebre, como si estuviese de verdad en Belén y viese al Niño con sus propios ojos. Entonces se renovó para él de manera sensible el misterio de un Dios que nace en las profundidades de la tierra, entre los animales. «Un hombre piadoso de los que allí había», cuenta Tomás de Celano, «contempló una admirable visión. Vio un niño exánime reclinado en el pesebre, al cual se acercó el santo varón de Dios y lo resucitó tan suavemente como si le despertara del sopor del sueño» (1C 86).
Pero no deberíamos quedarnos en el aspecto maravilloso del acontecimiento sin ver su significación profunda. Si se hubiera procurado traducir de una manera simbólica la experiencia espiritual de Francisco en aquella noche, sin duda no se habría logrado mejor que narrando este rasgo maravilloso. Tomás de Celano no se equivocó a este respecto. Escribe en su Vida segunda: «Éste fue el lugar [Greccio] donde celebró el nacimiento del Niño de Belén, haciéndose pequeño con el pequeñito» (2C 35). Así pues, para su biógrafo la celebración exterior traducía un devenir interior: «Hecho niño con el Niño (factus cum Puero puer)».
El pesebre viviente, en la profundidad de una gruta donde se despierta por la noche un niño muy hermoso al acercarse Francisco, simboliza el nacimiento escondido del Niño divino en las profundidades del alma, en un hombre plenamente reconciliado con sus orígenes. Es la expresión sensible de un acercamiento interior de Dios por el camino de la humildad y la reconciliación: por el camino de la encarnación.
Se atribuye al teólogo Bultmann esta frase: «Quiero a Cristo sin el pesebre». Querer a Cristo sin el pesebre es quererlo sin sus humildes vínculos naturales, sin su matriz cósmica. En tal perspectiva idealista, el acontecimiento de la salvación ya no tiene nada que ver con la Madre Tierra, con todo cuanto nos religa al cosmos y a la vida; se sitúa, de entrada, en la pura interioridad, por encima de nuestra condición carnal, sin afectar para nada a nuestras raíces vitales y psíquicas. En una palabra, sin asumir el destino total del hombre, de este ser que «tiene su raíz en la naturaleza animal y, rebasando lo que es meramente humano, se eleva hasta la divinidad» (Jung). Se deja de lado la creación material y animal. El acontecimiento de la salvación no la alcanza. No hay, por tanto, reconciliación del hombre con sus fuerzas oscuras, ni tampoco transfiguración de la agresividad ni de la libido. Cristo no desciende a nuestras profundidades. La paz de la Navidad queda colgada de las estrellas.
Completamente distinto es el camino de Francisco, que encuentra al Niño divino en la humildad del pesebre, fraternizando con nuestros hermanos los animales, con toda vida. Lo encuentra allí donde están nuestras raíces. Dios, para nacer en el hombre, necesita todo el hombre, y primero sus raíces oscuras, vitales y cósmicas. Es aquí donde él espera: «Fijaos en la humildad de Dios», decía Francisco a sus hermanos.
Después de la larga vigilia de oración y cánticos en la gruta transformada en establo, se celebró la misa de Navidad utilizando el pesebre como altar. Francisco, que se había puesto la dalmática, en su calidad de diácono, cantó el Evangelio de la Navidad. Con su voz «vibrante y dulce, clara y sonora», proclamó la Buena Noticia: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido hoy un Salvador…» (Le 2,10-11).
Después de este anuncio, Francisco se dirigió a la gente, invitándola a alegrarse por el acontecimiento. No lo hizo con una predicación. Era su propia vibración interior la que se lo comunicaba. Con palabras muy sencillas, evocó el pequeño pueblo de Belén y el nacimiento del Niño en la pobreza del pesebre. Al escucharlo, se tenía verdaderamente la impresión de que en aquella noche el cielo había perdido todo su orgullo y se había vuelto enormemente próximo y fraternal. El Dios de majestad se había hecho nuestro hermano en María, su madre.
Se puede encontrar un eco de la homilía de Francisco en la oración que compuso para las vísperas de Navidad, en su Oficio de la Pasión del Señor:
«En aquel día envió el Señor Dios su misericordia, y por la noche sus canciones.
Éste es el día que hizo el Señor: gocémonos y regocijémonos en él. Porque un niño santísimo y dilecto nos ha sido dado, y nació por nosotros en despoblado, y fue colocado en un pesebre, porque no le dieron albergue en la posada. Gloria al Dios Señor en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad. Alégrense los cielos y alborócese la tierra, conmuévase el mar y lo que él contiene: se holgarán los campos y cuanto ellos encierran».
«¡Paz en la tierra!». Esa paz que Francisco había ido a anunciar a los cruzados, y después al Sultán, en el Cercano Oriente, florece en esta noche de Navidad en una pequeña aldea de montaña. No era preciso acudir al país de Jesús para encontrarla:
Greccio se había convertido en un nuevo Belén.
El Niño divino nace en todas partes donde hay hombres lo bastante humildes como para reconocerse hermanos entre sí y de toda criatura.
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