San Francisco, a pesar de sus graves enfermedades, estaba siempre contento. Había descubierto la felicidad que supone sentir el amor de Dios, y devolverle ese amor amando a los demás, en especial a los más pobres e indefensos.
Una vez venía de Perugia con fray León, a quién San Francisco había puesto por nombre «ovejita de Dios» por lo manso y humilde que era.
Por el camino, San Francisco dice: ¡Oh fray León, ovejita de Dios! Mira, aunque los frailes hicieran muchos milagros, ten en cuenta que no está en eso la perfecta alegría.
Caminan otro trecho, y san Francisco dice: ¡Oh fray León, ovejita de Dios! Mira, aunque los frailes conocieran las cualidades de los pájaros y de los peces y de todos los animales y de las piedras y de las aguas, ten en cuenta que no está en eso la perfecta alegría.
Caminan todavía otro trecho, y fray León dice: Padre, te ruego en nombre de Dios que me digas en qué consiste la perfecta alegría.
San Francisco responde: Si llegando a nuestro convento de la Porciúncula, el fraile portero no nos conociese y, confundiéndonos con dos ladrones, sale, nos agarra por la capucha, nos tira al suelo y nos apalea con un bastón lleno de nudos, y si nosotros aguantamos con alegría todo eso pensando en las penas de Cristo bendito, ten en cuenta, oh fray León, que en eso está la perfecta alegría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario