La expresión “persona salada” incluye, en español, el ser graciosa, chistosa, divertida, chisposa… Vemos a María como persona con encanto, que llega a ver a su prima y canta al Señor su Magníficat. La podemos imaginar moviéndose por la casa prodigándose en este servicio, llenando la vivienda de vida y optimismo, de pasión y energía. También se necesita tener salero para resolver el problema de Caná de Galilea. “¡No tienen vino! Hay que hacer algo… Venga, Jesús, que tú puedes ayudar si quieres…”
La sal es el elemento elegido por Jesús en el evangelio para simbolizar que debemos ser sal de la tierra para que esta no se corrompa. María, como madre, fue sal con su propio hijo, sembrando en su corazón una forma de mirar al mundo que evitaba el nacionalismo, el extremismo, el machismo, el sexismo y todas las ideologías que ensucian la mirada limpia de un niño. María estuvo entre los apóstoles como sal, para que no se desvirtuara el mensaje del Maestro ni la esperanza en que su promesa se cumpliría. De allí que recibiera el encargo de Jesús crucificado “cuida de tu hijo” y formara parte de aquella primera iglesia a la que el Espíritu Santo animó en Pentecostés.
Hoy me dirijo a ti, María,
para pedirte que me ayudes
a escuchar con confianza
la palabra del Señor.
Enséñame
a disponer el corazón,
a saber escuchar,
a guardar dentro lo que me dices.
Que no me olvide
de dedicar cada día
un ratito a charlar con Jesús
y escuchar su voz.
Madre, quiero seguir tus pasos,
acompañarme en el camino.
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