Y empezó a crecer como espiga, débil y temerosa, azotada por las lluvias y mecida por los vientos. Y fue creciendo, creciendo y creciendo acariciada por el sol, y soñaba y soñaba… y pedía y oraba.
Cuando estuvo madura, un día de estío se presentó el segador. Y ella, alarmada, gritaba y decía: “A mí, no, porque yo estoy destinada a ser santa y elevarme hasta el cielo”. Pero el hombre, tal vez, distraído, metió la hoz, despiadado, y quebró sus ensueños de oro.
“Oh Señor”, clamó entonces la espiga, “ya no puedo llegar a tus brazos. Sálvame mi Señor, que me muero”. Pero el Señor, cual si nada escuchase, respondió con un largo silencio… Y aquel hombre, tomando la espiga, bajo el trillo la puso al momento… Y los granos crujieron… y cual sarta de perlas preciosas, por la era rodaron deshechos.
Y vinieron más hombres y metieron los granos de trigo en un saco viejo, llevándolos luego al molino, donde finísimo polvo se hicieron. Y la harina seguía llorando. Mientras, arriba en el cielo, seguían callando… y, aquí abajo, seguían moliendo.
Y, ¿por qué callaría Jesús? Y, ¿por qué, si era pura e inocente, le negaba el consuelo? Pero ella obediente, seguía sufriendo… Y Jesús preparaba la harina. Y una forma para consagrar en la misa bellísima hicieron… por fin el grano, espiga, harina, en Jesús se fundieron.
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