Una vez, un padre de una familia acaudalada llevó a su hijo a un viaje por el campo con el firme propósito de que su hijo viera lo pobres que eran las gentes del campo. Estuvieron por espacio de un día y una noche completa en una granja de una familia campesina muy humilde. Al concluir el viaje y de regreso a casa, el padre le pregunta a su hijo:
- ¿Qué te ha parecido el viaje?
- Muy bonito, papi.
- ¿Has visto cómo puede ser tan pobre la gente? ¿Qué has aprendido?
- He visto que nosotros tenemos un perro en casa, ellos tienen cuatro. Nosotros tenemos una piscina que llega de una pared a la mitad del jardín, ellos tienen un riachuelo que no tiene fin. Nosotros tenemos unas lámparas muy caras en el patio, ellos tienen estrellas. El patio llega hasta la pared de la casa del vecino, ellos tienen todo el horizonte de patio. Ellos tienen tiempo para conversar y estar en familia; tú y mamá tenéis que trabajar todo el tiempo y casi nunca os veo.
Al terminar el relato, el padre se quedó mudo... y su hijo agregó:
- ¡Gracias, papi, por enseñarme lo ricos que podemos llegar a ser!
En este cuento, un hijo da una gran lección a su padre. Está claro que el dinero no da la felicidad. La riqueza de la gente del campo se encuentra en su interior, en su corazón. El niño se da cuenta de que un río o un horizonte no se pueden conseguir con dinero. Y en ese momento, el niño rico pasa a sentirse pobre.
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