Cuenta una leyenda que un día, en la oración de la mañana, Francisco dio gracias a Dios porque se sentía muy feliz. Por fin, comenzaba a ver a Dios en todas las cosas. Con el corazón alegre, salió a andar por los caminos, cantando e invitando a todos a cantar las alabanzas de Dios. Al pasar junto a un melocotonero, le dijo:
- Hermano melocotonero, háblame de Dios.
El árbol se estremeció ligeramente, como sacudido por una suave brisa, y de pronto se cubrió de flores, como si en él hubiera irrumpido la primavera. Un poco más adelante topó con una bandada de pajarillos posados sobre una rama.
- Pajarillos, hermanos, habladme de Dios.
Y los pajarillos comenzaron a cantar con sus trinos una melodía como jamás se había escuchado en aquella región. Francisco siguió adelante aún más alegre. Y al pasar por un arroyuelo que formaba un remanso natural en un umbrío y hermoso paraje, Francisco, embriagado de Dios, le dijo:
- Arroyuelo, hermano mío, háblame de Dios.
Y las aguas comenzaron a moverse alborozadamente, como si quisieran hablar. Después fueron aquietándose poco a poco, hasta formar un espejo cristalino. Francisco miró atentamente hacia el fondo, y allá dentro vio el rostro de Clara, la cristiana, la hermana.
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