Un mendigo, se consideraba a sí mismo, el más pobre de entre los pobres, ya que tan solo tenía, aparte de sus raídas ropas, una vieja y sucia escudilla.
La había heredado de su padre, quien también la recibió de sus antepasados, y por su aspecto, se podía decir que era un cacharro viejo, aunque para el mendigo, era un bien muy preciado, porque con ella, ganaba algún dinero, pidiendo por las calles.
Unas veces, ponía la escudilla avergonzado de tener que pedir para comer, ya que pensaba que: quién iba a dar trabajo, a un mendigo como él; y otras, la acercaba exigiendo con rencor y envidia, hacia los que tenían mucho más, por creer, que él también era merecedor de disfrutar de alguna que otra riqueza.
Un día, que no había conseguido nada de dinero, desesperado, entró en un comercio con la escudilla en la mano, y a cada uno de los clientes, fue pidiendo limosna, hasta llegar por último al comerciante, que se quedó mirando la escudilla con interés, y luego le dijo:
―¿Me la dejas, que la examine?
―Es lo único que tengo, no me la quite. ―Respondió el mendigo.
―Solo quiero verla más de cerca. ―Volvió a insistir el comerciante.
Una vez en sus manos, la miró, la golpeó y la frotó con una piedra de toque, luego con total honestidad, afirmó:
―Eres un mendigo muy raro, vas pidiendo por ahí, y tienes más riqueza que yo.
―Por favor, no se burle de mí. ―Le rogó el mendigo.
―No me estoy burlando, ―contestó el comerciante―. Tu escudilla es de oro macizo, y vale muchísimo.
Muchas personas viven sufriendo continuamente, por cuestiones materiales, sin saber que poseen una inmensa riqueza interior, que todavía no han descubierto, y cuando la descubren, se dan cuenta que cuanto mayor es esa riqueza, mayor simplicidad hace falta en el exterior, y es parecida al amor o a la sabiduría, mientras más se reparte, más se recibe.
El cuento también nos enseña que no solo hay que compartir las riquezas, sino también hacerle descubrir al otro las suyas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario